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Han pasado casi tres años desde que inició el llamado Caso Zimapán, un proceso judicial marcado por acusaciones de abuso sexual infantil, silencios institucionales y una familia fracturada por el dolor. En medio de esta historia hay una tercera víctima, olvidada por el sistema: Mario Alfredo Espinoza Bernardini, padre de las menores presuntamente agredidas y a quien, hasta hoy, se le ha negado el derecho de verlas.
Mario dejó todo en Estados Unidos —trabajo, estabilidad, rutina— para volver a México en busca de respuestas y con la firme intención de proteger a sus hijas. Pero en lugar de un camino de justicia, encontró un laberinto legal y burocrático que lo mantiene al margen de sus propias hijas, a pesar de que nunca ha dejado de cumplir con sus responsabilidades como padre.
Su historia comenzó con una separación. Luego de casarse con Jaqueline Trejo Leal, madre de las niñas, el vínculo se deterioró debido a tensiones cotidianas, conflictos constantes y una aparente falta de cuidado hacia las menores. El divorcio fue inevitable. Sin embargo, Mario mantuvo su compromiso: siguió proveyendo económicamente desde el extranjero y mantuvo comunicación constante con sus hijas a través de videollamadas. Todo cambió en diciembre de 2022.
Una llamada de su cuñada Aylén lo alertó: las niñas habían sido víctimas de abuso sexual. Sin entender aún la magnitud del caso, Mario pidió a su hermana que acudiera a verificar la situación. Lo que ella encontró confirmó sus peores temores: manipulación, inconsistencias y un entorno familiar materno poco confiable.
Desde entonces, Mario no ha vuelto a ver a sus hijas.
Las menores fueron trasladadas a distintos refugios, según relataron las autoridades, y su fue completamente restringido. Jaqueline negó cualquier permiso para que el padre pudiera verlas. Incluso la Fiscalía Especial para los Delitos de Violencia Contra las Mujeres y Trata de Personas (Fevimtra) le cerró las puertas del albergue.
A falta de o directo, Mario empezó a asistir a audiencias, a leer cada documento oficial y cada publicación sobre el caso. Descubrió que Jaqueline padece una condición psicológica que, según testimonios familiares, la hace no autosuficiente. La denuncia inicial, de hecho, fue interpuesta por su hermana Aylén, quien funge como su representante legal.
Mario sostiene que la raíz del problema es más profunda. Los padres de Jaqueline murieron años atrás, dejando una herencia que fue istrada por sus hermanos, Arturo e Ixshell. Desde entonces, la dinámica familiar giró en torno al control económico y al manejo de la vida de las menores. Mario afirma que sus hijas fueron usadas como una herramienta más dentro de una disputa donde las prioridades dejaron de ser ellas.
Me duele, me enoja que las niñas sean expuestas de esa manera, y nadie ha hecho nada para detener eso, nadie, ninguna autoridad. Solo exijo que me entreguen a mis hijas para poder protegerlas”, lamenta.
El calvario no ha cesado. A pesar de que un juez ya lo consideró apto para la guardia y custodia, las autoridades de Hidalgo le informaron que debía reiniciar el proceso en Ciudad de México, ya que las menores habían sido trasladadas a un refugio en esa entidad. Mario lo hizo. Inició un nuevo juicio. Sin embargo, Jaqueline firmó una salida voluntaria del refugio, lo que volvió a entorpecer el proceso.
La búsqueda se tornó casi detectivesca. Acudió al DIF, a la SEP, al Poder Judicial, a organismos de derechos humanos. Las pistas lo llevaron incluso a Querétaro, donde le confirmaron que las niñas estaban ahí, solo para negárselo horas después. A pesar de la opacidad, persisten los rumores de que una figura política, Santiago Nieto, pudo haber intervenido para facilitar ese traslado.
Hoy, Mario Alfredo vive sin rumbo fijo. Solo cuenta con un número de expediente que oyó de forma fortuita. Nadie le da respuestas. Su única certeza es su amor por sus hijas y su compromiso inquebrantable por rescatarlas de un entorno que, dice, las ha revictimizado desde el principio.
Yo ya quiero ver a mis hijas y hacerme cargo de ellas, apoyarlas para que esta pesadilla se les olvide. Quiero que crezcan en mi pueblo, con amor, con respeto, lejos del escarnio público”, afirma con la voz quebrada.
A casi tres años del inicio del caso, Mario exige justicia, pero también silencio: pide a los medios, a las autoridades y a su propia familia política que dejen de exponer a las menores, de narrar con detalle escenas que solo contribuyen a la violencia simbólica que ellas ya enfrentan.
Si algo queda claro en esta historia, es que el sistema de justicia le falló no solo a las niñas, sino también a un padre que solo quiere hacer lo correcto.
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